jueves, 30 de abril de 2009

Había una vez unos hombres-cerdo

Ángela Piedad
Había una vez un país al que atacaron unos seres mitad hombre y mitad cerdo. Los hombres-cerdo en apariencia eran como los humanos normales, pero tenían un veneno en la saliva, en la piel y hasta en el aire que salía de su nariz que era mortal para los humanos, con sólo tocarlos los podían matar. Al principio eran sólo algunos, pero quiso la mala fortuna que empezaran a multiplicarse, cada vez iban muriendo más humanos y los pobres que no tenían armas contra ellos empezaron a aislarse y a mirarse con desconfianza. Empezaba a reinar un turbio silencio. Los humanos tenían miedo de tocar objetos extraños, de saludar a sus amigos, de comprar una taza de café o de recibir dinero de otras manos, así que el rey ordenó que se cerraran las escuelas, las universidades, los templos, incluso ordenó que se suspendieran las fiestas. Hasta que llegó el día en que les dio miedo el aire, fue entonces cuando cubrieron sus caras con máscaras de tela, y fue como si se abriera una puerta por la que entró el terror.

La ciudad cerró sus puertas y no hubo manera de escapar. Las calles se fueron quedando solitarias, casi todos se amotinaron en sus casas. Los pocos humanos que aún salían a las calles regresaban al anochecer y se encerraban con sus familias sólo para mirarse unos a los otros detrás de sus máscaras azules. Fueron días aciagos para aquellos hombres, más aciagos aún porque en aquel país habían empezado a olvidar la costumbre de sus ancestros de contarse cuentos por la noche. No conocían la historia de aquel otro pueblo que había resurgido de la peste bubónica con sus hombres-rata, con su mortandad, su soledad y su miedo.

Corría el año de 1348, cuando una mortífera peste azotó Florencia y hubo algunos que decidieron que lo mejor para no morir en manos de la peste era irse de su ciudad. Abandonaron sus casas y todas sus pertenencias y tomaron camino. Un grupo de siete mujeres y tres muchachos que iban juntos decidieron que para distraerse sería bueno que cada uno contase a los demás un cuento durante la noche. Eran los tiempos en que los cuentos se contaban para no dormir, en que los cuentos de hadas eran historias con fines de incitación sexual y por eso se contaban de noche. Así fue como aquellos diez caminantes se olvidaron del dolor y la miseria pasadas mientras escuchaban cuentos alrededor del fuego. Los cuentos adquirieron sus más balsámicos poderes. Lo que el poeta León Felipe resumió de manera prodigiosa. Dijo que “La cuna del hombre la mecen con cuentos, que los gritos del hombre los ahogan con cuentos, que el llanto del hombre lo taponan con cuentos, que los huesos del hombre los entierran con cuentos, que el miedo del hombre ha inventado todos los cuentos. Yo no sé muchas cosas, es verdad, pero me han dormido con todos los cuentos y sé todos los cuentos”.

Mientras se libra esta batalla entre hombres y cerdos, lo mejor sería sobrellevar la soledad y el aislamiento de las horas muertas contando historias alrededor del fuego. Mientras la fortuna decide si la humanidad debe sucumbir o no, los días y las noches serían más llevaderas si nos perdiéramos en las ficciones de los libros. Otros días serían si nos perdiéramos en los laberintos de la ficción y nos reinventáramos en ella. Y si vamos a encerrarnos en casa, bueno sería contarnos cuentos al oído, cuentos que disipen nuestro miedo, en los que vivamos otras vidas, y muramos otras muertes. Bueno sería contarnos cuentos de hadas para dormir, o para no dormir.

Publicado en el periódico Aguas, 30 de abril de 2009.

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