martes, 2 de septiembre de 2008

Felipe San José, faro de mundos posibles

Ángela Piedad
Escribo este retrato del maestro San José desde mi condición de proscrita de los salones de clases de la universidad en la que él da clases, soy fugitiva de las clases de letras de esa universidad. Lo soy porque él tuvo a bien echarme de ahí, me corrió. Y nunca dejaré de agradecérselo.

Una mañana de enero, en el umbral entre un semestre y otro, me pidió que fuera a su cubículo. Estando ahí me miró a los ojos y me preguntó por qué no era ya la misma en las clases; ahí, ante él, después de meses de preguntármelo yo también, acepté que definitivamente odiaba estudiar letras, lo cual era un descubrimiento horrible. Me apasiona la literatura como nada más en el mundo, no imagino mi vida sin ella, y sin embargo, odiaba la carrera. Le dije que lo que yo quería era escribir y nada más. Me dijo que ya no fuera, que no volviera, que me pusiera a escribir y ya. Sonó tan fácil entonces, tan lógico. Recibí sus palabras como una sentencia. Salí de su cubículo impresionada, temblorosa, con estupor y agradecimiento, con la mente clara, con las alas desamarradas y con una sensación de tranquilidad que no había conocido antes. Una descarga eléctrica me convulsionaba la mente mientras caminaba por los jardines de la universidad, fría y desolada en esos días de invierno. Salí de ahí para no volver en mucho tiempo. Volví años después sólo a buscarlo para pedirle que me dejara estar en una clase suya, que me dejara volver a escucharlo, pero llegué tarde. Las clases de ese semestre habían llegado a su fin, tendría que esperar todo el verano, ¡Qué tristeza! ¡Qué lamentable!

Pero quizá fue mejor así, quizá sea mejor guardar el recuerdo de aquellos días en que asistí a las aulas cuando sus clases eran uno de los espacios de libertad más grandes que he pisado, donde voluntad y amor eran los motivos que nos hacían estar ahí escuchándolo. Cuando en esa institución la libre cátedra más que simplemente existir, me aventuro a decir, alcanzó su máxima expresión.

Su clase era la primera que tenía por la mañana, no muy temprano, porque en su opinión hacer cualquier cosa antes de las diez es pecaminoso, práctica que la mayoría de mis compañeros agradecían. El ritual iniciaba desde que se acercaba al salón. Llegaba con la tranquilidad propia de quien ha visto más tempestades que la mayoría, con su guayabera en primavera o una chamarra negra y boina en otoño. Un libro grueso bajo el brazo y una taza de café humeante. Saludaba a todos al entrar y movía el escritorio hacia el centro donde todos lo viéramos por igual. Se sentaba, daba un sorbo a la taza, encendía un cigarrillo, soplaba una gran bocanada que momentáneamente lo cubría casi por completo y detrás del humo empezaba a leer, su voz salía por detrás de esa nube que hacía parecer que estábamos presenciando el acto de hechicería de un brujo. Hablaba y echaba a andar los engranes de otros mundos, abría las puertas a mundos posibles, mundos de tinta y papel. Leía para todos con esa voz ajada pero sonora y penetrante para darle vida al Cid o a Melibea, para echar a cabalgar a Don Quijote.

Algunas veces, entre los cubículos del departamento escuchaba decir a algún otro profesor envidioso que «el maestro San José no era buen maestro porque sólo nos leía» y ¿Qué otra cosa es la literatura? Él nos enseñaba la verdadera alquimia de ella. Porque eso es el arte, es evento. Nada es Don Quijote sin la mirada del lector, nada es El Cid sin la voz del que abre el libro y nos lee los versos, no existe la literatura encerrada en tomos empolvados en una biblioteca. Existe sólo en la lectura, sólo en el tiempo efímero de la lectura, en ese contacto con el lector, con el destinatario. Existe la música cuando los sonidos se esparcen en el aire,existen Las hilanderas de Velazquez cuando alguien hilvana su mirada hacia el cuadro. Nada es el arte sin ese eventual contacto con los espectadores. Eso hacía él: hacernos destinatarios. Su clase era evento, era presencia, era vida.

En lugar de platicarnos las teorías al respecto, en lugar de repetir un prólogo,de hacer comentarios sobre las obras, te ponía de frente a ellos sin prejuicios, sin rodeos, sin trabas, sin contaminaciones, sin preámbulos rebuscados. Te tomaba de la mano y te metía en la obra para que la hicieras tuya, para que tú decidieras. Sabía conjugar pensamiento y emoción. Estaba más allá de los complejos de los estudios literarios, que cuando se quieren empeñar en convertirse en «ciencia», cuado quieren convertir a la literatura en objeto de estudio como de laboratorio, sólo se ponen en ridículo. Él, en cambio, está siempre contra esa química a veces capaz de producir tantas aberraciones y se pone del lado de la alquimia. Después de las demás clases llegaba él a regresarte al ansiado pozo del desorden. Nos desasnaba a todos con una tremenda ligereza, pero nos dejaba siempre la dosis de ignorancia, de misterio necesaria para seguir amando nuestra carrera. Nos dejaba esa imprescindible dosis de ceguera para no desencantarnos, para que la fascinación por el arte no se esfumara.

Y como nada permanece en el mismo punto, asistí a una época en que la represión y la intolerancia fue permeando la vida cotidiana de la universidad, cada vez se iba respirando un aire más denso, más emponzoñado. La era de la libertad y plenitud había terminado. Él se mantuvo triunfal por algún tiempo haciendo mofa y parodia de los discursos y las reformas de las autoridades. Su clase era una hazaña cotidiana, él oponía resistencia ante esas necedades. Pretender que fuera niñera, por ejemplo, cuidar que todos los alumnos estuvieran en el salón, cuando su emblema había sido siempre el no pasar lista, porque daba por sentado que sus alumnos eran adultos y que estábamos ahí porque así lo habíamos decidido. Recuerdo también cuando le exigieron que aplicara exámenes, y dijo: ¿Y qué lesvoy a preguntar? ¿Qué canto de La Comedia es mejor? ¿Según quién? Con el tono y la sonrisa de un bufón ridiculizaba lo que las autoridades decían haciéndolesperder todo poder. Era capaz de derribar cualquier argumento de la autoridad. Él era emblema de rebeldía, rebeldía inteligente.

Pero me han llegado vientos con la noticia de que la cuerda está por reventarse, que como la historia nos ha reseñado, siempre estamos a la merced de los caprichos de hombres locos, acomplejados o estúpidos y, al parecer, y no me extraña, él no está dispuesto a cumplir con alguna sentencia estúpida o caprichosa, así que dejará de ser ese faro para los estudiantes, faro de mundos de tinta y papel.

Para mí el maestro San José fue siempre un regalo. Después de las clases de teorías en las que me sentía tan vacía, porque mientras más teorías conocía, mientras más de un teórico francés o alemán leía más lejos me sentía de la literatura, y aunque llegaba él a devolverme el necesitado y ansiado poder lúdico de las palabras hubo un momento en el que pequé de excesos de teoría, pequé al querer desvelar ese misterio que hace al arte y el castigo a mi engolosinameinto fue grande, fue un hartazgo que me hizo odiarla y lo mejor que alguien pudo hacer por mí, fue lo que él hizo: decirme que me fuera, darme el respiro que necesitaba para volver a disfrutarlo, y ahora, este párrafo lo escribe esta exiliada que desde El Exconvento de Valenciana, en Guanajuato, le dice que después de tenerlo como maestro ha quedado inhabilitada para escuchar a cualquier otro. Cualquiera que lo haya tenido por maestro deberá estar inhabilitado para escuchar cualquier otra voz.

Publicado en el diario
Aguas, 1 de septiembre de 2008.

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